En una ocasión fui invitado a realizar unas esperas en unos maizales cercanos a mi pueblo, los cochinos estaban haciendo de las suyas por aquellos contornos por lo que había que intervenir rápidamente. Mi amigo Javier Parra, que era el gestor del coto, preparó los permisos y recurrió a mi persona, conociendo él mi ansiada afición a estos animales. Determinamos la situación para realizar las esperas, aprovechando grandes charcos o bañas que conformaban los riegos de los pivot que allí existen a orillas del propio maizal.
Realicé varios aguardos en días sucesivos, siendo el resultado negativo. Lo extraño es que siempre aparecían nuevos rastros, dejando el terreno marcado por las huellas de sus interminables andurrerías. La baña mas escondida debido a que lindaba por unos emparrados, era mi preferida para la espera, pero seguía sin obtener fruto.
Sería el mes de agosto, aún no habían vendimiado los emparrados de uva tinta, los rastros salían del maizal y se introducían descaradamente en el emparrado, me imagino, que para darse un festín a buena uva. Pero seguí sin dar crédito a mi continuado fracaso.
Esa noche elegida del mes de agosto, el tiempo estaba inestable, amenazaba lluvia, pero aún así determiné esperarlos, mi tenacidad y amor propio eran intensos. La escasa luna pronto se escondió, y sobre las once de la noche empezó a caer una fina pero constante lluvia; pensé que sería el momento de poder disparar sobre algún animal, por lo que aguanté el chaparrón. Viéndome empapado de agua decidí levantarme y dar por finalizada la espera. Guardé los bártulos y recorrí la distancia que me separaba del coche, unos cien metros...al llegar eché de menos mi teléfono móvil, por lo que antes de abrir el coche retrocedí el terreno andado en su busca, pero eso sí...con mi rifle colgado del hombro, pues como se suele decir...”por si da el caso...”.
anduve muy despacio, intentando no hacer ruido, y visualizando al mismo tiempo con los prismáticos nocturnos el borde del maizal. Me faltaban unos treinta metros para llegar a la baña...miré y no había nada, llegué al lugar donde había estado sentado, rebusqué por el suelo y allí estaba el teléfono medio mojado aunque no lo suficiente como para que le hubiera entrado el agua. Lo guardé en mi bolsillo y antes de levantarme quise mirar de nuevo a través del nocturno. No me lo podía creer... allí bañándose estaba un hermoso jabalí con señales de estar bien alimentado debido al peso y al tamaño que presentaba; sin bacilar pero armoniosamente descolgué el rifle de mi hombro y lo dirigí a la dirección adecuada, encendí la linterna esperé a que se levantara y en el momento preciso disparé mi arma. Fue certero el disparo, el animal se desplomó y quedó inmóvil sobre el lozabal. Cuando quise cargarlo en el coche, me di cuenta de lo pesado que era, nunca sufrí tanto para cargar yo solo un guarro en el coche.
La moraleja que se desprende y la enseñanza que yo obtuve esa noche, fue: “De que los guarros saben la mayoría de las veces donde estamos situados para darles caza y cuando abandonas el lugar salen con el mayor descaro de mundo”; la sorpresa es que no se esperaba este individuo de que yo regresara, y que gracias a mi teléfono me encontré con dos satisfacciones, una encontrar el teléfono y la otra y la mas satisfactoria, dar con el guarraco ansiado desde hacía muchas semanas.