La Cuadrilla.
Por su linde norte, acaballando pagos zamoranos, cierra la salmantina comarca de La Armuña entre ondulantes llanuras cerealistas salpicadas de pinares y bacillos. De cuando en vez, en los bajos querenciosos, verdeguean las huertas remolacheras y los álamos altivos. En lo más alto de los cerros, los encinos y coscojas. Y, por doquier, hasta donde el ojo alcance, ondula un mar pardo de barbechos asurcados sin piedad por vertederas de a cinco rejas.
Tierra castellana de vino y pan, por igual aborrecida y venerada, cultiva desde siglos las plegarias de sus gentes ante torres de cristiano culto, a la vez que las meriendas al amor de bodegas horadadas para mayor honra de Baco, entre paganas maldiciones.
Allí vio la luz mi mujer hace ya unos lustros. Y allí, desde hace casi dos, y en calidad de consorte autorizado, cazo yo la reina de las aves mesetarias. Eso sí, con escaso éxito, sobrado esfuerzo y en compaña de abigarrado grupo de valientes. Porque sólo tras incontables padeceres y sinsabores a cientos, junto a nuestros canes, ganamos cada jornada con sobrura los eternos cazaderos celestiales que Diana tiene reservados a los que venamos, en mano y a la guerra galana, con la nobleza y gallardía que merece la reina de todas las pájaras, la perdiz roja.
Mi pueblo de adopción cinegética alberga dos cuadrillas perdiceras con media docena de miembros cada una. Para tres mil hectáreas, casi nada. Tiempo ha, decidimos entre todos, con el desagrado de bastantes –así es la democracia venatoria-que la liebre tuviera bula contra los perdigones de los hierros en lor de galgos escurridos y galgueros enmanados. Y ahora abundan, vive dios. Esfuerzos hemos de hacer para no hilarlas la solista cada vez que se arrancan entumecidas entre los cavones de las barbecheras, o al albur de los juncos de un regajo, o entre las pajas blanquecinas de escarcha, o en los perdidos de las lindes, o en el bacillar abandonado, o en cualquier sitio, porque ya les digo que han medrao sobremanera. Pero las perdices, ¡ay las perdices!, ésas son bocao caro pa estudiantes, harina de otro costal, la madre del cordero. .. Y si echarlas los puntos es complejo, que no será ya cercenar su vuelo raudo y radical. Modo único de acariciar el terciopelo de sus plumas, el carmín de su pico y las espuelas de sus patas. Placer de dioses sólo a unos pocos concedido.
Cuando la temporada principia, allá por los últimos de octubre, con los pámpanos de las vides aun en ámbar amparando los bandos inocentes y la afición de los cazadores sin truncar, las dos cuadrillas salimos divididas, cada una con los suyos. Son días de sol templado y perchas generosas. Y duran poco. Porque a medida que transcurren los domingos, que las lluvias alimentan de barro nuestras botas, que el arado torna rastrojos en barbechos y la helada levanta vahos intensos en narices de perros y hombres; con amaneceres donde los pájaros enhebran apeonar y vuelo a media legua entre la sordina de la crujiente escarcha; entonces, las huestes venadoras acusan bajas. Honestas bajas por edad y kilos, por familia y achaques, por padeceres y destemplanzas que reducen al mínimo el grupo y hacen inútil el esfuerzo cazador. Ellas andan en sobrada plenitud, nosotros diezmados; y entonces, para que ellas no se rían, nosotros nos unimos.
Fue el domingo, primero de diciembre e inicio de nuestra entente cordial por este año. Nos juntamos en el caño. Eran las nueve y desprendían los chorros un vaho fantasmagórico chocando con la helada y el cemento del pilón. Cuando arribamos el Gadafi y yo con los dos bracos, se pasaban la petaca del orujo los Tarugos con los hijos del Torero; uno de ellos se estrena este año, es la nueva hornada de los últimos valientes, porque esta caza dura la eligen pocos. Cuando al rato, Toño, el de Sabas, apareció por la calleja de la plaza, Ruma y Paquito platicaban ya entre voces y exabruptos la estrategia de la mano. Nueve armas, dieciocho piernas y alrededor de media docena de canes oliéndose hocicos y traseras.
Nos desplegamos en las tapias del ejido, junto al camposanto, pasando el ábrego cabrón a través de los chalecos. Andrés y yo quedamos en la corta, los nuevos, en el medio y, en la larga, dos portentos de natura, Manue y El Canitas. Sus piernas son rodillos, su entrega, generosa e insondable y, su fondo, sin fin. Remeterían hasta la autovía, en abarco kilométrico, los bandos que hubiere por las huertas al cobijo de la helada.
Ya en el primer otero, dando vista a la mano entera y desplegada, se volaron las primeras por mi frente. Tiró pronto Rober en lo de los Mateos. Le ví correr desmadejado tras la muerta porque le apareció el perro tieso en el corral el otro día. Y así iba encampanado, cuando le voló otra de los cavones del barbecho. Se fue con ella, la bajó de un ala, cogió la primera y, al volverse encendido por la otra, se dio un morrazo de muerte contra el surco aquebrantado. Cuando quiso reponerse, dolorido y mareado, la alicorta ya se le había embodegado en la cárcava del pozo. Allí quedó la muy ladina.
Y torciendo el abanico, nosotros casi en chotis y los otros a matacaballo, enfilamos para los Quiñones. Llevábamos el viento contra el pecho, nos lloraban los ojillos. Apeonaban muchas por delante, a las cuestas de la Atalaya, cuando se nos cruzó la mano de galgueros. Fue Troya en un instante. Se revolaban a la querencia abandonada y nos superaban por encima. Las salvas a discreción acompañaban voces de aviso. Se inundó la llanura de la emoción venadora. Allí se colgaron otra cada uno los Tarugos en hazaña tiradora. A otros, nos cagaron el sombrero y diezmaron la canana, infructuosos. Nada raro, cosas de perdices, de perros y de hombres.
En Valdesgañao echamos diente al bocadillo a cobijo del pinar. Entre Toño y Andrés, al octavo tiro, habían apiolao un conejo en la linde la autovía. Nos sirvió para unas risas su recuerdo y el de acontecederes de otros lustros. Somos camaradas y vecinos, unidos por una pasión que a veces torna en tormento. Ojalá nos dure.
A las viandas se unió Chani. El chaval suyo tuvo partido y llegaba de llevarlo. El sacrificio de un padre que renuncia a caza por un hijo, pa que luego digan. Encima se le despistó la perra y andaba como viudo.
Retomamos la andadura. Enseguida enfiló Paco el teso de la Zorra; los demás, tras suyo, al hilo de su marcha. Dimos Valdelazarza, bajamos a la Senda y cruzamos el camino Villaescusa. Para entonces, llevábamos un pico apeonando por delante. Y volvió a repetirse lo nombrado. Empujadas contra querencia, revoladas, nos pasaban por encima como rayos, por los medios de entre dos, con cálculo milimétrico. Las saludábamos con pólvora y las despedíamos con ruido. Casi siempre estéril, infructuoso el intento. Vació los caños contra una el pequeño del Torero. Cargó y se fue con otra. Pero Ruma, aventado por un quiebro ante los tiros del chaval, se la quedó puesto. A los trescientos metros ascendió hasta los cielos. Cuando su alma llegó al sol, se desplomó inerte. ¡De torre la primera, qué orgullo para un novel!
Cuando arribamos contra lo de Aldeanuela llevábamos cuatro leguas en las botas y la torre de la iglesia aun era un palo en lontananza. Nos juntamos. Por recuento, el que más colgaba, cuatro y, casi todos, una. Cansos y satisfechos, hermanados, orgullosos, nos abrimos contra el pueblo.
Ya llegando, casi en las tapias de las naves, a contramano, pico a viento, se me brotó piando entre los surcos. Me fui con ella sin premura, cerré con mucho por delante y un mar de plumas hizo estela con el ábrego. La cobró la braca con talento. Mientras la peinaba en mi regazo, izé los ojos a la mano, la alcé mostrándola y, emocionado, se me ahogaron las palabras… ¡va por ustedes, coño, CAZADORES!
Y ahora, desde aquí, de nuevo, les doy las gracias satisfecho. Que sea por muchos años…, compañeros.
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