- - - LA FUENTE DE LOS TRES CAÑOS - - -
De poco más de metro y medio de talla, de cuerpo aceporrado, tosco y basto, envuelto en fajas y refajos, cubierto por entero de buenos paños negros y con una trenza larga de pelo canoso, rematada a media espalda por un enorme e inmaculado lazo blanco. Así era Gloria. Orgullosa, de cara redonda y ojos azules. Austera, sincera en su afecto y más que ardorosa en su temperamento, ama de casa de su marido y su vigilante a todas horas -más que consejera y mejor amiga-. Buena cocinera y algo desastrada en sus labores domésticas, hablaba siempre con voz alta y áspera. Su libertad de palabra era incluso excesiva. A todo lo llamaba por su nombre. Yo calculo que esto se debía a su sencillez y a su condición tan absolutamente espartana. ¡Qué mujer!.
Había parido once veces. En su primer parto fue asistida por su madre, que todavía vivía. A continuación parió sola en su charnaque, con los ojos atónitos de sus hijos mirándola, sin quejas, a pelo, en cuclillas y con un mocoso agarrado a su teta. Así lo hizo hasta cinco veces. Más tarde asistida ya por su única hija que, con seis años y por primera vez, le ayudó en estas batallas por la vida. Lo hizo hasta cuatro veces más, y acabó haciéndose partera. Matrona como le decían en el pueblo. Lorita la llamaban. Qué buena mujer, qué guapa y qué historia la suya!. No es la que nos ocupa ahora, pero un día, con tiempo, os la contaré, que, de verdad, merece la pena.
De los diez hermanos varones solo pasaron de los seis años, siete, y solo seis de los siete. Cada año iban en procesión hasta el pueblo la familia al completo. Los más chicos en brazos de los padres y los demás a pie, y todos tras la burra que cargaba, atado como una res, el cadáver de un hermanito que no había podido superar los rigores del invierno, que se había deshidratado por una simple colitis, o al que había reventado el pecho una bestia de una coz, que eso también pasó. Tardaban en hacer el viaje un día, desde que salía el sol hasta que se ponía. Iban a velarlo dos noches completas y el día que las separaba. Al otro día le daban santo sepulcro, y de vuelta a la sierra a seguir con la tarea. Aquellos duelos acabaron por ser, por repetidos y ya casi esperados, algo livianos. Al final nadie acudía a ellos. Tan solo la familia y el cura párroco iban tras el ataúd, atado a lomos de la burra, hasta el Campo Santo. Allí se unían al duelo las que por allí andaban, mostraban su pesar fingido y cuchicheaban en voz baja. “Llorar, coño, que es mi hijo! -les gritó Gloria girándose para ver sus caras, en una ocasión- ¡Tanto cuchicheo!”. A pesar de aquel grito desesperado, por supuesto, nadie lloró. Todas siguieron allí detrás, con su maledicencia, tapándose la boca con sus manos.
Los Tragahumos los llamaban. El apodo les venía por el oficio del padre, de nombre Sebastián, que de toda la vida se había dedicado, igual que su propio padre, al carbón. Eran carboneros. Bastián el Tragahumos. Hombre serio, espigado, estrecho de cara y enjuto de carnes –se parecía al Quijote-, de tez morena y mascota al ristre desde que se levantaba, si no antes. Furtivo como era menester, con el olor a monte pegado a las entrañas, sucio, menesteroso y dulce con los suyos. Amante de los niños -no solo de los suyos- y respetuoso con todo y con todos, salvedad hecha de la caza necesaria para el sustento de su familia, claro, que no le importaba su pertenencia. Conejos, ciervas, cochinos, perdices, palomas y zorzales. Hasta truchas, barbos y cangrejos, lagartos, erizos y tejones, ya digo, lo que fuese menester para el sustento de los suyos trampeaba, tiroteaba o laceaba con maestría. Los lobos los metía en otro saco él mismo, que matar semejante alimaña nunca se había considerado furtiveo. Sus faenas con los lobos eran consideradas, más bien, como un servicio a la comunidad, por el que incluso se cobraban los presentes que a bien tuvieran los vecinos afectados ofrecer. Se pasaba uno de sus hijos con el lobo cargado en una bestia por todos los cortijos y caseríos. En uno le daban un kilo de miel, en otro una saca de lentejas o de harina, en otro, quizás, un borrego… hasta que el lobo era ya un despojo hediondo y putrefacto por el que ya nadie daba nada, y lo tiraban a los zarzales del primer arroyo con el mayor de los desprecios.
Aquella mañana andaba el Tragahumos rozando monte con su azadón, ya mediada su jornada, cuando olió algo que traía el aire regajo arriba, desde muy abajo. Se quedó por un momento parado y olfateando. Estaba todavía lejos, pero olía a quemado. Por su oficio de carbonero sería capaz de distinguir el olor de los rescoldos de una troncha de brezo del de una de madroña, el de un lentisco, del de una cornicabra, el de las varetas de un olivo, del de las bajeras de un acebuche, y tantos otros, pero aquel no era de monte quemado, no. Olía a los cigarros que fumaba D. Andrés, propietario de todos aquellos cerros. Enseguida lo distinguió. Olía a cigarro puro.
- Por ahí vié D. Andrés. Qué raro, a estas horas, con la caló!. Qué hará por aquí tan retiráo?
- Ramoncete –le dijo a uno de sus hijos que le ayudaba en el tajo-, ve recogiendo las herramientas y deja to esto bien apilao, que pa’mí que D. Andrés sa’straviao. Voy a ver si quiere algo y ahora vengo pa´trás”.
Cogió para abajo, buscando la vereda de los corcheros, que era la que supuso que traían los que venían subiendo. Por un momento quiso echarle las voces, pero no lo hizo. D. Andrés se lo podría tomar como una falta de respeto: “Yo pegándole voces a él. ¡Quita, quita!”
La vereda cogía derecha hacia abajo, hacia el arroyo, saltando unos riscos muy afilados por debajo de un rodalón de acebuches viejos, desde la solana en la que estaban, hasta cruzar el arroyo. Entonces se ensanchaba y cogía umbría abajo entrellana. Había más monte, pero el trazo allí era más afable, más limpio, culebreando entre quejigos y alcornoques viejos, mejorándose a su paso por cada cañailla, ganando cota en su descenso, poco a poco.
Pasaba por la fuente de los tres caños. Los tres chorros manaban por tubos iguales de hierro. En la cabecera de la fuente, empotrada sobre el terreno, una pequeña obra de mampostería, rematada con una cruz en el centro, mal enlucida y encalada, sujetaba tres azulejos blancos escritos con letras azules y caligrafía antigua. Uno sobre cada caño: Salud -el de la izquierda-, Suerte -el del centro- y Amor -el de la derecha- rezaban los azulejos. El agua caía a un pilón hecho con sillares de piedra bien labrados, como se hacían las cosas antaño. Unos monjes franciscanos (los que remataron la obra con la cruz hacía tantos años), plantaron allí mismo un Eucalipto. Con la abundancia de agua que proporcionaba la fuente, aquella exposición de umbría y el paso de tantísimo tiempo, el árbol había crecido enormemente. Se había convertido en un ejemplar espectacular, con un tronco que hacía falta toda una cuadrilla, con su manijero y todo, para abarcarlo, sobresaliendo su copa muy por encima de todo lo que la rodeaba, haciéndose ver desde cualquier punto y desde mucho más allá.
Allí paró el Tragahumos para beber del caño de la Salud, como siempre hacía, aunque era el que menos agua traía. Solo un hilillo. Las ramas del eucalipto, con poco aire que hubiera, crujían. Nunca ninguna había caído, pero parecía que iban a desgarrarse en cualquier momento. Al Tragahumos, por eso, no le gustaba aquel sitio. Le daba un buchillo al caño de la salud, por superstición, cada vez que pasaba, pero se ajilaba pronto, a pesar de ser el mejor sitio para tomarse un descanso. Siempre recordaba, en sus tiempos de novio con Gloria, la de veces que ella lo había llevado hasta allí, con su hermana mayor, solo para cogerle de la mano y beber juntos del caño de la derecha. Aquel recuerdo lo sujetaba allí un poco más: “El día que dejes de quererme, como no vas a tener riles pa decírmelo -le repetía Gloria en aquellos tiempos de niños y con la misma rudeza que había tenido siempre-, tapa, con una rama de este eucalipto, el caño del amor. Así veré que te has acercao hasta aquí tú solo y que ya bebes del agua de otra fuente”.
Al Tragahumos le satisfacía ver que ese caño era, siempre, el que más agua traía. En vez de la rama de eucalipto, le metía el cuchillo que llevaba al cinto, hasta donde podía y trajinaba con él por allí dentro con mucha bulla y poco sentido, para limpiarlo y que nunca se obstruyera. Alguna vez había ido hasta la fuente solo para eso. El tiempo justo para mantener el caño saneado, limpiar de gusarapos el pilón y ajilarse ligero -por los crujidos de las ramas-, tentándose la ropa.
Cumplió con todos sus deberes y continuó camino abajo en busca de D. Andrés, que muy lejos ya, no podía estar. Enseguida, en cuanto se separó del sonicheo del agua y el crujir de ramas, oyó unos ruidos metálicos, como de choque entre herramientas. D. Andrés no iba solo, pero ¿Qué llevaban?, ¿Qué era ese ruido? Se mejoró un poco repechando para coger vistas. Enseguida los vio, donde la vereda cruzaba al otro lado del arroyo, un poco “porbajo”. Venía un hombre primero, abriendo camino, encaramado en una bestia. A él no, pero a la bestia la reconoció nada más verla. Era la Rusa, una yegua arabita de capa torda rodá, propiedad del Gumer, guarda mayor de todo aquello. Detrás venía otro a pie. Era D. Andrés. Lo llevaban atado por las muñecas y el jinete lo reataba. Detrás venía otra bestia más con su jinete también forastero. A un lado, atado igual que el dueño, el Gumer, y al otro, atada igual que los otros y dando trompicones… ¡La Gloria, su Gloria!