Llegué temprano esa tarde a la finca. El calor de ese 30 de Mayo en Cáceres se hacía notar en exceso. La primavera había sido abundante en lluvias y la humedad reinante hacia que el bochorno se hiciera notar más si cabe. Eché la parada obligada para charlar un rato con los guardeses que agradecían los comentarios y las informaciones de los que andábamos por la ciudad. Siempre había un café por medio o una cervecita si la calor apretaba y sentados en la mesa camilla hablábamos de todo un poco envueltos por ese olor tan característico de las casas de campo. Olor a humo, a matanza y a perfumes de la huerta del otro lado del muro. El sol corría a poniente y apuré el último trago mientras me despedía de José y Juana a la vez que ellos me deseaban suerte para la espera. El portazo del coche firmó la despedida definitiva y arrancándolo lo enfile por el camino hacia la huerta Molano. Al llegar me detuve y apeándome de el busqué el aire con la cara. Un perfecto noroeste me barrió el rostro y sonreí como sonríe un muchacho antes de hacer una fechoría. Llevaba tiempo haciendo aguardos pero la suerte no me había sido propicia, entre otras cosas porque no tenía a nadie para asesorarme. Mi padre, montero viejo, me enseñó sus conocimientos monteros pero no fue nunca aguardista y sólo recibía de el consejos de prudencia para la noche y para los jabalíes. ''Eso es muy difícil, hijo, eso es para gente de campo. Conseguir poner un cochino delante tuya, no te va a ser fácil. Y si al final lo consigues, mucho cuidado con entrarle herido, que te puede costar un disgusto''. Todo esto pensaba mientras me dirigía a la charca del Zarzal con mi Mauser 270 colgado al hombro. Llegué pronto y cuando me asomé al charco varios pájaros volaron espantados por mi presencia. También observé cariacontecido que el aire jugueteaba haciendo revocos extraños. Allí mismo no me podía quedar para no ser descubierto y me desplacé a la derecha dejando la entrada libre al agua de algún posible visitante. Me senté en el suelo y desde mi posición no veía la charca pero si dominaba las veredas que a ella acudían. Apoyé la espalda en el tronco de un chaparro y fundiéndome con el campo, esperé. Poco a poco el monte se fue durmiendo y ya entre dos luces, lo oí venir. No tardó mucho en aparecer por una trocha la mota oscura de un jabalí que me puso el pulso a cien. No podía creerlo. Por fin, después de tantas calabazas, ahí lo tenía. Apoyé el codo en la rodilla y en una pequeña parada suya, ajusté lo mejor que pude la cruz en su paleta y disparé. El estruendo rebotó en los roquedos de la sierra y el cochino cayendo, desapareció entre la vegetación pero en un momento se levantó y salió corriendo en mi dirección. Me tuve que apartar para que pasara en su alocada carrera y en esos momentos, no se como, acerrojé y le solté otro tirascazo por donde vi su culo desaparecer. Me temblaba todo, más pude sentir como se quebraban ramas y una especie de suspiro que hasta entonces nunca había escuchado pero que retumbó en mis oídos como música celestial. O mucho me equivocaba o lo había matado. Me fumé dos cigarros seguidos con manos temblorosas e intenté serenarme mientras mi cerebro repasaba lo vivido. Luego, ya de noche, encendí una pequeña linterna y a mis pies vi una gota de sangre. Sonreí nervioso y no quise mirar más. Me fui de puntillas, con una extraña sensación de miedo y alegría. Mañana, a la mañana, vería si mi primer jabalí, era o no era, una realidad...