Siempre matábamos mi compadre Manolo G. o yo un cochino por su cumpleaños. Siempre. Un día antes o un día después del 24 de agosto, no fallaba la tradición. Había años que el mismo día lo cobrábamos pues era una norma que adoptamos, el celebrar su día con un jabalí. Y por aquello de ser amigos no importaba mucho el que lo apiolara, el caso era apiolarlo. Manolo habría cumplido el pasado 24 de agosto sesenta años y por seguir su verea me fui de espera con mi amigo que también era el suyo, Pepe A. Pepe fue perrero de Manolo cuando el estuvo en la brecha con los perros y a día de hoy es mi compañero de aguardos, por amistad y por afición, que tiene mucha. Cuando llegamos a la finca el otro día, con la luna arriba como gajo de naranja albina, se lo comuniqué.''Hoy hace los años Manolo, espero que se acuerde de nosotros''. Andando por la trocha, hacia los puestos, le dedicamos el aguardo implorándole que se acordara de nosotros donde quiera que estuviera. Pepe se marchó a lo suyo y yo a lo mío, a ponerme al paso, como lo hacía Manolo, como él me enseñó. Me senté al resguardo de unos dientes de perro, prominentes y agudos, que dominaban la subida de un regajo que toman los cochinos en sus careos. Recé un padrenuestro y me hice piedra. Entre dos luces sentí el jaleo de unos rayones que venían de jolgorio y algarabía en compañía de la madre, preocupada y protectora. Pasó la piarilla por encima, a la izquierda y sin llegar a verlos con tanto follón que armaban, me sonreí. La luna, a la espalda, oculta por la copa de una encina comenzó a coger fuerza ganándole la partida a la tenue claridad del ocaso. Pasó el tiempo, no mucho y sentí venir a un jabalí de abajo, de donde le esperaba. Fueron momentos tensos y cuando asomó al claro, viendo su mota negra me lo encaré mirándolo por el visor, observando sus andares lentos, pesados, de coleóptero oscuro, careando por la verea. Puse la cruz en su paleta y en una parada, al cambiar el tranco, disparé... Al tiro enmudeció el campo, se silencio todo y entre polvaredas sedientas vi revolcarse su cuerpo, echando firmas con el rabo y escupiendo chinas con sus pezuñas... Luego, otra vez el silencio, y después el monte, que volvió a sonar... Me giré, la miré y le agradecí su ayuda acordándome de mi compadre Manolo que me hizo un guiño desde el infinito. Tranquilo, seguí la espera, hasta que pasó Pepe a recogerme y bajamos a verlo... Era un buen cochino, arocho y bravío, como le gustaban a nuestro amigo perdido.