Parece mentira como pasa el tiempo en una espera, cuando la mente se relaja y se tiene un buen cochino muerto a treinta metros. Y por no ser menos, en la ocasión que nos ocupa, el tiempo también había pasado. No tardé en volver a escuchar ruidos de monteo pero estos eran diferentes, más tenues, más sibilinos, más pausados... Se acercaban por sitios distintos los animales que fueran pero no muy separados. Venían del frente, de la derecha, buscando el aire que se cruzaba en algunos momentos. Cuando les tuve cerca, ya casi en el claro de la laguna, se pararon, creo, sin dudar que eran tres. No rompían, merodeaban y podía escuchar sus idas y venidas... Entre la oscuridad de los troncos de los robles pude ver alguna sombra fugaz y furtiva. Ya sabía y no podía creer, lo que la penumbra ocultaba, lobos, tres lobos ante mi y con mis nervios desbaratados. Me alobé. Me habían contado historias de chimenea, en las tertulias a la lumbre en cualquier cortijo serrano, historias que ahora se hacían realidad. Si en aquellos momentos algún animal de aquellos hubiera aullado no puedo precisar lo que hubiera ocurrido, pero no hicieron nada, creo que venían a beber u habían olido la sangre del jabalí muerto, no lo sé, sólo puedo decir que uno de ellos se vino buscando mi tufo y al encontrarlo huyó arrastrando con él a sus compañeros, sin gruñidos, sin aullidos, se perdieron en la noche y respiré. Estaba sudando y cada pelo de mi cuerpo se mostraba erizado, me temblaban hasta las cejas. No los vi claramente, pero se que eran ellos, los lobos, los que buscábamos en las monterías y no encontrábamos. Me sentí pequeño e indefenso. Ya no importaba el cochino cobrado ni aquel aguardo, lo que realmente me importaba y me preocupaba era salir de aquellas fragosidades...