El charabasqueo que se acerca, las rápidas idas y venidas, el silencio entre cada una de ellas, la soledad, la quietud, el respiro al recordar que te ampara tu 270. Una carrera por tu espalda ahora aquí, ahora allí, la búsqueda del brillo de unos ojos encarnados, la luna entrando entrerramada provocando sombras que se mueven, el monte apretao y recrecío, el silencio de nuevo. El trasteo por detrás de dónde los imaginas, saber que te están cogiendo el aire a puñaos, rumiar un cuerpo a cuerpo, el resuello que se pierde, respirar con alivio al palpar el cuchillo de remate. Un entronchar de piedras, el corazón que se te sale, las miradas furtivas sin mover un pelo, el frío intenso que te cubre, el viento que se detiene, de nuevo el silencio, el sudor sobre tu frente, la ropa que no te llega al cuerpo, la respiración entrecortada, el lento paso de los minutos…..
La magia del lobo. Su embrujo, su hechizo.
Al final, tocar la chapa del coche, es como tocar el manto de la Virgen.
Enhorabuena por el relato, Eduardo, y gracias por tan buen rato.
¡Qué bueno!