El pasado lunes estuvimos de espera, y yo no cacé nada, pero fue una noche bonita. Os dejo el relato y unas fotografías, que mezclan pasado y presente.
Al mirar atrás...
No puedo evitar echar la vista atrás, y recordar a ese mocoso de apenas cuatro años, correteando delante mía por aquel fangoso bancal, buscando las huellas que el jabalí nos dejaba noche tras noche cuando hacía su ronda buscando alimento. Tu eras un crío, y yo también lo era, pero nuestra diferencia de edad me hacía responsable de tí. Ya entonces intentaba explicarte lo poco que sabía sobre estos animales que me tenían cautivado, tu apenas entendías nada, pero no dejabas de preguntar una y otra vez. A cada paso una nueva huella, a cada huella una nueva pregunta.... algo grande se despertaba dentro de ti, y al mismo tiempo, otro de nuestros instintos lo hacía en mi.
El día que el aire cambió, tu estabas de viaje en Alemania en el camión con tu padre, y yo con el mio, arrebatándole la vida a aquel bonito animal entre carrizos y salados. No pudiste verlo, y sin embargo parte de esa captura era tuya. Te conté mil veces lo sucedido a tu vuelta, te dí todos los detalles, pero tu querías más y más. Volvimos a aquel lugar, y seguimos como cada día, buscando sus huellas hasta encontrar su encame ya vacío.
Fuiste creciendo, y ya no solo me acompañabas a arreglar los puestos. Tus abuelos y tus padres no entendían como siendo tan pequeño no te importaba pasar frio en los amaneceres y en las noches invernales, como no te importaba abandonar tus horas de sueño y juego en tus vacaciones de verano para estar ya preparados al salir el sol, pero yo sí lo entendía, por eso nunca te dejaba atrás.
Como cualquier niño tenías tus malos ratos de aburrimiento, en los que parecías un mirlo parlanchín, mientras esperábamos en sus pasos a las palomas torcaces durante todo un día; o la noche de espera en la que tus extremidades se dormían de estar tantas horas apostado, y no dejabas de moverte como un ratón. Te reñía y te castigaba, pero siempre volvía a por tí. Hice tus piernas temblar subiendo a las cumbres tras las bravas perdices, pero cuando la podenca cobraba una de esas patirrojas y te la daba para que la colgases de tu morral, la admirabas y lo entendías todo.
Me viste llorar cuando enterré a mi perra, y también alegrarme cuando la cachorra envelesaba sus orejas y enroscaba su rabo al percibir los efluvios del conejo. Te dormiste en mil monterías acusando tu cansancio, pero yo vigilaba por los dos, y siempre que algún jabalí rompió por nuestra postura tu tenías los ojos bien abiertos. Nos desolamos juntos el año que por no estudiar lo suficiente te privaron a ti de la caza y a mí de tu compañía, pero esa lección no se nos volvió a olvidar nunca.
Y seguías creciendo, y tu momento se iba acercando. Cuando no quedaba nadie en el coto, te dejaba la escopeta tras leerte la cartilla una y mil veces. Cazaste tu primer conejo, tu primera tórtola, tu primer zorzal, y yo, aunque siempre intentaba rectificarte, me ponía más ancho que largo, porque una sola de tus piezas, valía más que todas las mías.
Así que anoche, cuando la luna comenzaba a asomarse por el horizonte y el cielo se hacía gris, anoche cuando esperaba en el pino de la charca la visita de algún sediento jabalí, anoche cuando llegó a mis oídos el lejano retumbar de mi rifle en tus manos, sentí que ese niño que hace trece años corría delante mía buscando huellas, ya no era tan niño.
La huida del animal sacó tu inseguridad a relucir como mostraban tus mensajes, pero yo confiado sabía de tu buen hacer. Tuve ganas de salir corriendo en tu busca, pero merecías disfrutar de tu primer jabalí, abatido o no, de tus nervios, de la incertidumbre, de tu corazón golpeando tu pecho, de todas esas cosas que forman parte indispensable de la caza en espera y que la primera vez se graban a fuego de por vida. Fueron otras mis palabras, pero era eso lo que te quise decir.
Dos hora más tarde me viste llegar, y querías contarme todo arrebatadamente, por donde entró, que hizo, por donde huyó... yo alegre, te envidiaba al mismo tiempo que disfrutaba de la situación. Solté la perrita con su cascabel, sin trailla, dejándola hacer, y salió tendida monte abajo. La ausencia de sangre en la plaza te tenía mudo, pero la reacción de la perra confirmaba mis presagios. Cuatro metros más adelante te mostré las primeras gotas rojas manchando una piedra, y a treinta pasos más “Nina”, junto al tronco de un pino, arrancaba a mordiscos las cerdas del cuerpo del jabalí.
Tu mirada se perdía ante tus pies, ni triste ni alegre, simplemente asimilabas. Pasaron esos silenciosos segundos en los que se muestra el respeto al animal abatido, y volví a darme cuenta de que lo habías comprendido todo. Tu momento había llegado, el niño, ya no era tan niño.
Saludos.