El Rececho
No pretendo yo sea éste un manual práctico para venadores noveles, ni pa los otros, qué coño... Dios me libre.
Saben ustedes de esas mediastardes invernizas, ventisqueras y entoldadas en las que, por poniente, raudos, se te vienen encimando los nublos uno tras de otro; tapándolo todo con esa cortinilla neblinosa y caladora. Y uno, viéndolos llegar desde el caldeo del refugio, ya comido por mor de no poder haber hecho mejor nada en todo el día, en espera de la espera, se empieza a encelar las entendederas con palabras y recuerdos de mil veces:
-Cagüenlaputa, Joselín, a la lumbre no van a venírsenos ellos por nosotros. Mira cómo se allega la nubarra por la vega de Las Suertes; en dos minutos tenemos aquí la caladina y en cuantos mengüe, nos armamos, te pones la capucha y ni le quites los tapones a los lentes.
Ya´s visto lo tardío del encele de los bichos con la sequera de´ste año –continuaba El Chato, asomao a la puerta del casucho, removiéndose intranquilo- con la orilla que tenemos y lo corto de la tarde, estos andan guareciendo mucho antes del acueste de las mirlas.
¡Vamos, copón!
Traspusimos, despacio, por Los Encamisaos hasta los Eriales y allí enfilamos la linde de lo nuestro con el pueblo. Más paraos que andando, pisábamos huevos contra el aire. El Chato por las tablillas, yo, a tiro de un rifle, perro y medio más lantero, cerrejeando los collaos y asomando con sigilo las vaguadas. Registraba cada cama recordada. A trechos, me recorría por las veréas suyas sin chascar ni una estepa sola. Y en el arrecie del aguacero, nos colocábamos al socaire de un matón, culo al agua y al viento, aojando lo ya andado; que nunca se sabe lo que uno deja por la espalda.
Nos volvimos a juntar entre el monte, antes del cuchillo de los llanos, atardecía por instantes…
-Ende ahora y hasta el chozo es lo mejorcillo, ya lo sabes. Yo me bajo al corono de las tierras, dominando las bajuras de las siembras; tú por los berrocales. Abre los ojos y las orejas… y recuelga el caño pa bajo, copón, que pa´eces nuevo –susurró el Chato- Nos quedan aun tres cuartos, suficiente.
En la primera traspuesta me eché a los ojos un echío recientillo de cochino, igual de gordo que el de un potro primalón. Había unos romeros y unas esparteras llenas de camas viejas. Pero allí soplaba todavía un ventarrón endemoniao. Me remetí presto a la bajera del cerrote. La pendiente era cojonuda, en diez metros de bajada paró aquel vendaval desaforado y, en otros diez, se hizo una calma chicha presagiante. Me paré a escuchar. En las barreras de enfrente las cabezas de las chaparreras se agitaban al son de las olas de húmeda neblina. Pero en mi lado, la quietud era inaudita. Seguí bajando y llegué al caz de la vaguada, confluían dos. Y al resubirme un poquejo pa ganar altura y trasponer la segunda vallina, los escuché a mis izquierdas.
Se caía el monte entre reburdios y carreras. Gruñían, corrían perseguidos, se pegaban. El ardor del celo salvaje, instintivo, en su máxima expresión. Habría trescientos pasos. Estaban a mi izquierda, en mitad de una rehoya en la pendiente. Al centro de un encinorro gordo rodeao de espesas chaparreras. Entre enebros y romeros gigantescos. Yo venía de su altura pero ahora ya andaba mucho por debajo. Imposible verlos entre aquello. Tendría que ascender la otra barrera para dominarles. Se me salía el corazón con las esencias de la caza.
A media cimbra, a trasluzones, ya les puse tras las lentes empañadas. Eran muchos. Pero uno era él. Perseguía la cochina en acoso impenitente, insoportable, arriba y abajo del pandero, entre reburdios desgañitadores y acuciantes. Los bermejos, con respeto, acorrillaban la escena recelosos, apartándose de embestidas en desafuero, encogidos, expectantes, entre acongojada cautela y misteriosa curiosidad, cada uno por su sitio. La cochina no cedía pretensiones; se apartaba, corría, se enmontaba. Y detrás de ella, siempre aquel trolebús atropellante, grande, pardo, canoso en los alantes, chepón y escurrío de los cuartos; como un osu, que dirían en mi tierra. Una fuerza viva de la naturaleza. Mayor que el temporal desatado.
Yo necesitaba mejorarme todavía otro poquejo. Y ellos estaban a lo suyo. Tampoco sabía yo nada del Chato, pero a mi mano, si no los estaba ya barruntando, poco le faltaría. Por arriba, casi en los altos, se escuchaba otra batalla.
Asomé al último cabezo oyendo aun la barahunda. Tendrían que representárseme al asomo. Me senté y allí seguían todos. Chicos y grandes. Unos parados y, los otros, los de los ardores de la carne, en trajín persecutorio e incesante. Incluso el Chato apareció a media loma por enfrente. Venía encogío, como un pointer, ya encarado, a la olisma del jaleo. Se aculó entre unas matas y esperó aconteceres. Si avanzaba más, se cegaba en la pendiente.
Era un espectáculo ver al macho entre las matas, por los claros. La cochina era más ágil y le buscaba las huidas en quiebros incesantes. Pero él, imponente, echaba los hocicos a la niebla, se orientaba, regruñía apasionado, virulento y la recortaba por lo espeso. Llegó la hembra en una de ellas al clarejo renegrío y removido de la encina del principio. Y allí la cochina se paró. Quizás harta, aburrida, derrengada o rendida a sus encantos persistentes. El caso es que se esperó.
Y llegó el macho al claro como un toro, con el rabo alzado. Yo, encarado en los hierros, le veía venir entre el monte con vahos en los hocicos. La encimó y al instante, en empellón irreductible, se alzó sobre sus lomos.
Le tiré aun subido en ella, se lo juro, al encuentro de las cruces, a lo más ancho de la espalda enorme. Y cayó en cabriola hacia detrás, impulsado por el tiro y la sacudida de la guarra entre sus patas. Fue Troya. Rezumaba el monte jabalines. Hasta tres veces apretó el Chato contra ellos cuando trepaban los barreros. Sin sangre.
-Cagüen mi vida, Joselín, me cagüen to´a mi estirpe; con el entolde de los lentes no afiné con ellos, y mi´a que iban francos la´ero arriba, copón de Dios bendito…
-Pa qué más- le grité yo desde el otro lado.
Lo sacamos a las tantas.