Estas noches, debido al frío, al aire y un poco a la lluvia....estoy de secano, es decir sin realizar ninguna espera. Mi esposa... feliz, y además aprovecha a cuidar mi resfriado de buen agrado. Como os decía, al estar aburrido y no querer ver en la tele: "El gran hermano o "El Sálvame"...no puedorrrr, me dije voy a escribir un poco y a trasmitir lo que en sueños estamos siempre sufriendo. Total que aquí reflejo y os trascribo lo que en un ratejo detallo:
1ª PARTE ENTRE JARAS Y MARAÑAS
Entre jaras y marañas, solía vagar mi madre todos los días, intercalando algunas veces estos terrenos de abrigo y resguardo, por charcas, romerales o plantios en las bajeras del monte, debido a esa intensa necesidad de buscar alimentos.
Yo nací en una umbría de un emboscado monte, donde las marañas de verdeantes quejigos combinados con sabanas de coscoja, alfombraban la ladera de ese cerro. Eran dias de una fresca primavera, y alertados por un sol renacentista, nacimos una hermosa piara de 7 bulliciosos rayones: tres machos y cuatros hembras.
El lecho recogía una leñosa cama, formada de restos de ramas y menuda leña, no extendiendiose más de un metro de diametro, y que de forma minuciosa y cuidadosa mi madre construyó. Esta estaba techumbrada por las ramas bajas de una fecunda carrasca, y arropada muy próxima a ella por hermosas coscojas. Creo que el lugar era el más íntimo de aquella sierra, el más recondito, allá donde el ser humano no incidía con su presencia. Pasabamos horas y gran parte del día, aislados y en soledad, acompañados de aquellos radiantes y penetrantes rayos de sol, que sorteaban el abundante ramaje de nuestra carrasca; queriendo con nuestros pequeños y brillantes ojos, atravesar más allá del entrelazado de ramas, ya que nuestra curiosidad se acrecentaba conforme los días avanzaban. Nuestra madre, quizás por no delatar nuestra posición, pronto nos dejó disfrutando de una soledad esporádica, quizás un poco lúgubre, pero necesaria.
Con nuestros primeros pasos, empezamos a gozar de un maravilloso mundo, donde olores y fragancias se desprendian a nuestros pies; cada rincón se nos presentaba como un curioso objetivo por descubrir. Era primavera y el monte nos brindaba un maravilloso y esplendoroso mes de abril. Las jaras nos asombraban e incluso nos intimidaban con esos ojos negros incrustados en eso platillos blancos de sus petalos con forma oval. Todo era radiante...los romeros, tomillos, cantuesos de flores moradas, aulagas con sus flores amarillas y el resto de plantas, todo formaba un laberinto lúcido a nuestro alrededor, donde sorteabamos a la carrera, con nuestros juegos, todos los fragiles y suaves arbustos de aquel paraiso terrenal.
Pronto comenzamos a sufrir la dureza de la vida y que se nos presentaba por cierto, no muy lejana. Vinieron dias de lluvia, aire, frío y lo que más aterraba a mi madre...ese manto blanco frío que cubria todo el suelo, tapando y dificultando el poder encontrar nuestro alimento. Pasabamos horas y horas juntos, adosados unos a otros, dandonos el calor que las inclemencias del exterior nos robaba. Los dias de nieve, eran entonces largos y las noches pasaban también lentas, debido al estómago vacío por la dificultad de encontrar algo que mereciera la pena echarse a la boca; todo estaba cubierto por ese manto...y nuestra subsistencia se hacía muy dura.
Siendo algo mayorcetes, con unos cuatro meses de edad, ya bermejos, notamos como nuestras necesidades, se acrecentaron, al igual que nuestros recursos se restringieron, hasta el agua había que buscarla lejos del encame, atravesando terrenos arriesgados, pero que gracias a los consejos y regañinas de nuestra madre, que hacian que sujetaramos nuestra inquietud y atrevimiento, lograbamos alcanzar nuestro objetivo; aunque en muchas ocasiones tengo que decir, que al mantenernos quietos largos espacios de tiempo, sin movernos y sin dejar muestra de nuestra presencia, pudimos pasar inadvertidos de algún peligro, del que aún no eramos coscientes: “la amenaza del hombre”...
El verano decaía, las noches se alargaban, la comida desde la copa de los árboles caía al suelo, y el frescor del colorido de los mismos, perdía dia a dia vida; llegaban dias y noches de frío, nieblas y escarchas, y el tiempo marcaba una nueva etapa, también desconocida para nosotros.
Ya comenzaban las primeras disputas entre hermanos, incluso nuestra madre nos anunciaba su pronta lejanía...llegaban los acosos de veteranos machos, a los que ella poco a poco iba cediendo. La visita de un temible macho, con unos colmillos voluminosos, se repetía muy amenudo, y su seguimiento con vigía continua, pronto se hizo palpable. Este nos acompañaba en todo momento...y fué como conseguí aprender definitivamente, toda la disciplina que me haría curtirme en mis propios y futuros comportamientos.
Aprendí como detectar olores que anuciaban el peligro del hombre, aprendí a buscar mi propia comida, y aprendí a buscarme la vida por mí mismo. Mi madre nos abandonó, pues anunciaba una nueva y numerosa camada, a la que pronto daría vida. Ella nos enseñó todo o casi todo, era una vieja madre que pertenecía a aquella salvaje sierra. Era la más vieja, la más sabia, la que conducía a todas las piaras; sin ella el monte estaba huerfano; y huerfano se quedó un día de montería...aquella mañana del invierno pasado, aquel día lluvioso y frío, en el que los vientos nos privaban y arrebataban olores, en el que la situación del hombre la descubrío en aquella salida escondida de las bajeras cercana a la casa del cortijo...aquel día oscuro acabó con la vida de nuestra progenitora. El destino de nuestra estirpe está predeterminado...y Dios al menos nos la dejó mucho tiempo. Y la sierra se lo agradeció...
Alcanzaba ya la edad de 10 meses, y mis crines se acrecentaron, mi geta se endureció y entre mis labios empezaron a asomar mis futuras defensas, aquellas que me harían salir airoso de numerosas situaciones. Estaba empezando a acostumbrarme a andar solo, ya no toleraba visitas inesperadas de jovenes inmaduros, aquellos que delataban mi situación; pero un día casualmente, o al menos así lo creí, en una baña poco frecuentada, se me acercó aquel viejo y respetado macareno, del cual tenía grabada en mi cerebro, su imagen..., aquel era el que acompañaba a mi madre y aquel era el que frencuentemente nos había custodiado.
Inexplicablente se me acercó, me lanzó dos suaves gruñidos, como dejando ver su supremacía y al mismo tiempo, su aceptación. Pronto me dejé llevar, le seguí y ya no me separé jamás de él. Me condujo a sitios que nunca imaginé, me enseñó como debía entrar a cebaderos naturales y como extraordinariamente, en tiempos de escasez, podiamos entrar en cebos artificiales, esos que el hombre hábilmente nos emplaza para engendrarnos como su victima. Al principio le seguí, luego como buen escudero, le habría siempre el camino, me adelantaba y le descubría el alimento encontrado.
En cada época nos dedicabamos a buscar lo que el campo nos brindaba. En verano nos trasladabamos a distancias muy lejanas, pues las almendras caidas de los árboles de la huerta cercana al riachuelo, nos llamaban la atención; era una golosina de la que no podiamos prescindir. Y si no, los higos ya pasados y caídos al suelo de la huerta correspondiente a aquel hombre anciano, y que cada mañana él, visitaba portando su maquina de dos ruedas. Caida la tarde y anunciando el crepúsculo, el lugar quedaba tranquilo, nos dejabamos caer a aquel remanso de paz para satisfacer nuestra glotoneria, y posteriormente nos deslizabamos hacia las charcas cercanas de una hermosa y frondosa chopera, allí pasabamos las horas tumbados, dejando pasar el tiempo, sin prisas y estando pendientes de todo lo que alrededor sucedía. No nos alterabamos por nada, poseíamos una seguridad y un dominio del entorno, que era dificil que un peligro nos sorprendiera.
Recuerdo aquella tarde-noche como dos hombres deambulaban muy próximo a nuestra postura, el encame estaba a escasa distancia...pasaron portando ambos artefactos, de esos que hacen retumbar hasta el suelo, avanzaban despacio, como si quisieran que nadie los descubriera, que ilusos......
Uno de ellos se situó en el vertice de nuestra alameda, allí se sentó y esperó, quizás nuestra presencia, pero con la mayor tranquilidad que quisimos, despues de esperar parte de la noche, abandonamos aquel lugar. Esta situación la vivimos muchísimas veces, por lo que estabamos acostumbrados a eludir ese peligro...que llegó con el tiempo a ser un gracioso juego.
En invierno aprovechabamos a visitar terrenos recien sembrados de guisantes . Estos, antes de germinar están blandos, haciendo que nuestra voracidad, descubriera y destrozara todo aquel terreno. Los teníamos que comer a primera hora de la noche, porque si entrabamos tarde, el hielo afectaba al terreno endureciendolo, cosa que nos molestaba al tener que romper con la geta la tierra helada. Uno de los dias, llegando a aquel pedazo, descubrimos al cortar el aire, como había un hombre asentado en su extremo, bordeamos rápidamente aquella linde y como fantasmas huimos de allí, pero un rayo luminoso nos delató y seguidamente un estruendo sonó, ensordeciendo el lugar. Al acelerar el paso, noté como parte de mi jamón izquierdo no obedecía a mi intenso deseo de huir y de acelerar la marcha. Noté frialdad que corría por mi pierna y al mismo tiempo un calor abrasador en la parte superior de la misma. Mi progenitor se distanciaba de mí, dejando al mismo tiempo un gruñido que denotaba un tono agresivo y que no cabe duda que dirigía hacía aquel que había originado el incidente.
Aquella herida, fué mi primer percance, y reconozco que no tubo nada que ver con aquellas otras heridas originadas en las luchas mantenidas con otros machos de mi prole; aquello me invalidó durante todo un invierno, haciendo que yo perdiera peso debido a la dificultad para andar y buscar alimento. Me facilitó mucho el que mi progenitor me protegiera y que además me guiase a tomar ese lodo milagroso, el cual facilitó el que aquella herida me cicatrizara.
Llegando la primavera, todo se prestaba mas fácil y llevadero, el alimento estaba al alcance y además los cultivos nos protegían de la vista del hombre debido a su altura. Nuestra preferencia eran los maizales, porque además de alimento nos aportaban humedad y frescor. Nos trasladabamos a ellos allá por el mes de junio y permaneciamos allí estables, hasta empezado el otoño. Gracias al alimento que nos aportaban, podiamos incrementar nuestra magra carne en alguna decena de kilos de peso, para pasar el duro invierno venidero.
Llegado el tiempo del frío, una mañana muy temprano, arrebató nuestra tranquilidad una enorme maquinaria; realizaba un tremendo ruido, provocado por un engranaje de peines gigantes, cuando avanzaba en el maizal, devoraba y aniquilaba, poco a poco, todo nuestro entorno. Distantes unos de otros, estaban los hombres apostados, esperando la escandalosa salida de toda nuestra piara. Y así sucedió....conforme salian en huida, se iban sucediendo los atronadores y estentóreos disparos, y una tras otra, iban perdiendo la vida... primales, rayones y alguna madura madre, que se dejaban ver... sembrando con sus cuerpos, por todo el plantio colateral al maizal. Aquello nos llenó de pavor, pero la frialdad del macareno me indicó que debía esperar..
Pasó el tiempo y aquella maquinaria seguía...todo estaba perdido, la noche anunciaba su incipiente venida, y de repente sucedió el milagro...la maquinaria paro!, los hombres recogieron sus tormentosos artifícios, y desaperecieron, dejando la mayor y la mas deseada paz que nunca imaginé. Aquella noche nos tocó a mi viejo amigo y a mí andar muchísimo, para que antes del amanecer, ya estuvieramos en nuestro eterno y conocido monte.
En otras ocasiones, también en primavera, nos deslizabamos a los sembrados de fresca avena, muy cercanos a nuestros encames; esperábamos a que las piaras hicieran uso del alimento primero y cuando la noche mediaba entre el ocaso y el alba, era cuando apareciamos, eligiendo siempre las sombras de algún viejo o decano alcornoque. Previamente habiamos tomado nuestro baño, el cual repetíamos antes de buscar el encame...CONTINUARÁ.