CAMINANDO ENTRE BESTIAS.
Tienen la parcela empezada por varios sitios, varias entradas bien por el monte, por el rastrojo o por la siembras aledañas y una minúscula charca profundamente horadada a diez metros escasos de ella. Las huellas tampoco daban esperanza de un orondo visitante quitándose las calores en ella pero las demás charcas que conozco están fuera de la ley y demasiado expuestas para arriesgarse. Con el arco todo cambia y un primalete de 30 kg se convierte en un machejo de 60 si logras hacerte con él. Esta noche con la linterna cogida con bridas, la confianza a prueba de bombas, el instinto a flor de piel y mis escasas facultades vengo a esta siembra por vez segunda. El aire vuelve a ser mi aliado una vez más, cada vez estoy más seguro que quiere decirme algo.
La caída del Sol espectacular sobre los montes y los “cocotes” de las pipas manchadas con su anaranjado fluido que derrama pintándolas generoso. <Muérete ya so cabrón que con la marcha que cualquier día nos achicharras>. Ni siquiera con mis Dioses puedo dejar de ser malhablado es lo que tiene decir siempre la verdad, la inexcusable, la urticante verdad, la verdad del niño del borracho y del CAZADOR>. Un corzo acatarrado sale del lugar donde aparque el coche y comienza a ladrar como si estuviera loco, parece una bruja histérica, casi un cuarto de hora vocea hasta que se calla. Una pena que Aquiles no sepa abrir cerraduras porque él solo se basta para tenerlo hecho chorizos cuando fuera yo a recogerme.
La noche se cierra y salen de farra los omnipresentes tejones, van y vienen con su letanía de gruñidos guturales y tamborileos regruñendo y soplando cada vez que dan con el recio olor mis pasos. Un rato después los mismos cochinos que dos noches antes espanté con mi torpeza y después corrí con el coche por los rastrojos hacen acto de presencia. También huérfanos como es costumbre en estas tierras. Aflora la emoción, los nervios duran menos de lo que tardan los guarros en tronchar las primeras pipas. Entre el resplandor de las luces del pueblo y el medio kilo semanal de arándanos que llenan mis ojos de proteínas puedo ver mucho más lejos de donde los escucho. Centro mi atención en el más grande, es más taimado y más difícil de sorprender pero el otro es tan pequeño como el último que maté, si puedo elegir me quedo con este y si no iré a por el otro.
Se escuchan enredar y gruñir para localizarse el uno al otro, sin mover una sola torta que delate su posición exacta para buscar un hueco entre los tallos. En una de sus idas y venidas abro el arco, apunto al callejón donde lo espero y enciendo sin que dejen de hacer ruido por más de un minuto; no los veo desarmo y descanso. Deben entrar al agua pero mucho me temo que me encontraran en medio y saldrán “echando hostias” así que valoro la posibilidad de ir a buscarlos. Enciendo tres veces más hasta que decido ir a rececharlos en medio de aquel mar de hojas secas que crujen como pan tostado. Me incorporo de la silla y coloco los pies en posición, alumbrando el suelo para memorizar el camino y esquivar así las hojas caídas y secas. Sin dejar de escuchar los ruidos comienzo por echar un pie tanteando el suelo antes de descargar el peso y contorsionarme para esquivar las tortas de girasol que crujen solo de mirarlas. Dos, tres cuatro pasos, crujido y parón, los sonidos cesan y yo me detengo a esperar acontecimientos. Tres minutos después vuelven a masticar y yo reemprendo mi acercamiento. Estoy a menos de diez metros del animal, tenso el arco anclo y alumbro sin llegar a verlo, justo donde debe estar el guarro se vuelven más tupidos los girasoles. Continuo el acercamiento en paralelo pero al intentar ponerme en su línea rozo una hoja estrepitosamente y se callan los dos, el más lejano sigue comiendo pero mi presa se evapora en el aire.
No queda otra que acercarme a por el otro animal a sabiendas que es algo más chico. Avanzo pausadamente sin hacer apenas ruido, poco a poco hasta colocarme a menos de diez metros del bullicioso mascar. Me detengo a recuperar la calma y no trasmitirle la tensión que llevo por el acercamiento, evitando mirar hacia su posición para que no se sienta observado. Debería verlo ya no estará ni a diez metros, me relajo abro el arco, anclo, apunto, enciendo y nada no se ve el cochino esta tan cerca pero tan oculto que es inalcanzable. Intento acercarme un poco más y se larga regruñendo pausadamente con “voz tan infantil” que de haberlo visto tampoco lo hubiese tirado.
La perlada noche de parpadeantes estrellas me reconforta un poco del cabreo al apercibirme una vez más que ando por un mundo de bestias. De bestias que nunca deberían estar armadas con un rifle cuando su ignorancia es quién los dispara. Sin tener ni puta idea que al privar de la guía y el amparo de sus madres estos animales acudirán a comer al mismo sitio cada día aumentando los daños en lugar de zanjar el problema. Lo peor es que sus actos los transmiten a las nuevas generaciones que lejos de actuar con cordura repiten el mismo patrón indecente. Peor para ellos porque salvo urgencia o fuerza mayor no contaran en el campo conmigo para nada más que encontrar la puerta de salida. Antes de levantar el puesto miro hacía el monte más alto y le doy las gracias, solo yo sé porque lo hago.
LA MIEL Y LA HIEL.
Dicen que Septiembre es un mes nefasto porque lo peor de la vida vuelve a comenzar tras las vacaciones. El trabajo, las clases, llegar a fin de mes sin un duro, volver a ver el careto de tus vecinos y parientes “más queridos”... Y lo peor volver a sentirte atrapado en una vida que no te pertenece cuando unos días antes pensabas que eras libre. Para mi es el mejor de todos, tras las vacaciones, las salidas de caza a palomas y cochinos el año, el otoño con el invierno a las puertas y el movimiento vital del cazador comienza de nuevo. Cesan las calores y las primeras lluvias cuando las hay exentas del frío helador del invierno al igual que las setas son todo un regalo para los sentidos. Por eso año tras año retorno al pueblo la última semana hábil de la Media Veda para darle el finiquito y de paso hacer las últimas esperas de pipas y rastrojo.
Oculto en la misma siembra donde las ya cada vez más ruidosas y tostadas tortas me esconden, donde hace cuatro días receché a los “pequeñines”. Esta vez con el rifle para tumbar al “ufalo” que deja sus zapatos marcados en el barro de la charca. Sigo poniéndome cerca pero este bicho entra rápido y tapado dando pocas oportunidades, además que tengo el pálpito que esta noche debo llevarlo. Mientras anochece y los tejones me buscan malhumorados cruza por el vado un conocido coche y se aleja sin haberme visto. Yo tengo el mío a quinientos metros y también he cruzado el vado del pequeño y seco riachuelo. Escoltado por sendos robles ocupando el lugar de la chopera que sin duda medraría en aquél lugar si hubiera agua en lugar de reseco polvo. El rastrojo a ambos lados del vado lo convierte el paso en un cruce de caminos de vehículos y gentes montunas.
No hay señales de los cochinetes ni aunque las hubiera serían mi objetivo, hoy vengo a llenar el arcón y si tiene buenos piños los guardaré para hacer ese collar que prometí a mi mujer con el primer macareno que tumbara. Pasa una hora, dos, tres y ni rastro de vida gorrinera, ni siquiera el corzo marica y acatarrado del otro día se ha dignado a “ladrusquear”, tal vez esté en cama con gripe. Llevo solo tres balas de las cuatro que me quedan y con una debería sobrarme. El frontal se me olvidó pero no lo echaré de menos con la lunaza que va a lucir dentro de poco. Tampoco creo que haya nadie a estas alturas por aquí escondido con un rifle si ya no quedan piaras que destrozar, madres que matar ni rayones que dejar huérfanos. Pasa otra hora y aunque los “siento” cerca no los veo, tengo el presentimiento que aunque estén y no sepan de mi presencia no entrarán al agua. Acaso tengan ellos la misma duda y aunque no me vean me intuyan y no quieran jugarse el pellejo.
El reloj del pueblo marca las doce y yo levanto puesto, recojo la silla, la mochila y salgo de la parcela arrollando las pipas con estrepito. Normalmente salgo en silencio pero hoy tal vez por ser la última y pensar en no volver en meses delato mi posición sin recelos. Una de esas veces que hago algo sin saber muy bien porqué pero con la seguridad que servirá aunque no tenga idea para qué. Todavía no he recorrido cincuenta metros por el mondo rastrojo cuando “siento” un movimiento justo enfrente, al pie de los robles que cercan el riachuelo reseco que debo atravesar. Me acerco sin apretar el paso y a unos sesenta metros se escucha otro refregón más fuerte, enciendo y la estampida es instantánea. Son cuatro y para mi gozo la primera es una enorme cochina que hace de guía y madre. La dejo escurrirse hacia el monte cojo el codillo del primero y castaña, sigue corriendo disparo sobre el segundo y tampoco cae mientras caigo yo en la cuenta que no he corrido la mano siguiendo su carrera.
Ya se han ido cruzando un escarpado monte hacía el coto de al lado, estoy seguro de haber acertado al menos a uno por la cercanía pero es muy raro que no esté su cuerpo tendido. Escucho un bufido y meto la última bala en recámara, oigo un jabalí bajando del monte al rastrojo unos ochenta metros delante mío. Con el foco apagado lo oigo resoplar y caminar despacio hasta que enciendo y veo como se dirige al mismo barranco donde yo he de pasar para volver al coche. Un segundo antes de que baje le apunto y le envío la última píldora que aún estando casi parado no hace mención de recibir. Me quedo a oscuras sin munición, sin frontal que ilumine mis pasos y con un cochino herido oculto en el barranco que he de cruzar y que descubrirá mi posición en cuanto me mueva. Recojo las vainas y traspaso el oso negro de la mochila al cinto porque siempre será mejor llevarlo a mano, emprendo la marcha con la tensión y las orejas clavadas en los ruidos que salen del barranco. Al llegar al coche me dan ideas de coger la otra bala que queda y meterme al barranco a por el bicho pero desisto porque si está empanzado como creo hacerlo huir sería un error de novato. Mañana estará tieso y recogerlo con mi hijo y mis perros me hará olvidar el mal trago de dejarlo herido, ojalá y lo hubiera hecho en lugar de la chapuza que hice.
Al rayar el Sol me levanto y con una barrita energética entre los piños que hará las veces de desayuno arranco mi “landrover” con rumbo al barranquete a cobrar mi jabalí. Estoy casi seguro de que estaba empanzado y a estas alturas tieso pero aún así echo la maverick de corredera, además del chico y los dos perros. Cinco minutos después aparco tras pasar el vado a cincuenta escasos metros del punto donde entro el guarro al barranco cargo el escopeto y ato al teckel con su collar y traílla de rastreo. Aquiles se niega a caminar mientras ve en mis manos la negra y ruidosa escopeta, las salidas a palomas en las que me ha acompañado le han dejado bien claro el peligro que tienen sus truenos. Lo cojo y lo llevo hasta el primer rastro de sangre y se pone a rastrear de inmediato hacia el barranco donde está el cochino. Le sigo y bajo detrás de él, se sale a cortar el rastro por la orilla opuesta y dos metros más adelante vuelve a bajar al reseco cauce ya con la traílla arrastrando. Aprovecho para agacharme e intentar vislumbrar el cuerpo del jabalí pero no logro ver nada. Salgo y me adelanto con la sospecha que está vivo y metido en lo más frondoso del pequeño cauce. Diez metros más adelante mientras Aquiles entra y sale tropezando con rastros viejos y nuevos lo veo, está vivo y con mucha “gasolina” todavía. El estómago me da un vuelco y sin pensarlo meto una bala en la recámara y tapando el bicho disparo hacía su cabeza intentando cortar su huida, fallo por nervioso, precipitado y gilipoyas. Respiro hondo y lo sigo por arriba del rastrojo para cortarlo lo antes posible y evitar que Aquiles llegue hasta él. Avanza renqueante pero decide salir al descubierto más por huir que por enfrentarse a su enemigo. Me coloco frente a la gatera por donde aparece agotando sus fuerzas, precioso, con las orejas enhiestas y toda la dignidad que ha sido capaz de mantener mientras sangraba la vida. A tres metros le apunto al ojo y lo dejo seco volteándolo con la brutal sacudida de un cercano escopetazo.
Es demasiado para mi, necesito alejarme para digerir la lección que me termina de dar un bicho que pesa la mitad que yo y no llegó a cumplir un año. Descompuesto cruzo el vado entre los árboles para llegar al coche mientras veo como Aquiles llega a su cuerpo y toma posesión. Mi chico me pregunta que ha pasado y le digo que está muerto que suelte a su perro y vaya que yo iré enseguida con el coche para cargarlo. Guardo la escopeta mientras respiro hondo e intento recuperar el aliento, la vergüenza por hacer las cosas mal y dejar herido un animal me acompañará el resto del día,<ojalá y lo hubiera fallado>. Ya en casa el ritual de siempre se repite aunque esta vez la alegría de llevar carne a la cueva es tristemente empañada cuando veo la horrible herida que atraviesa los dos jamones y pulveriza el fémur de mi presa. Resultó ser una cochina muy bonita arocha pura, maciza, corta, escurrida de los cuartos traseros, con joroba, crin y el pelaje a medio cambiar.
Al remate.
A toro ya pasado que es como mejor se sopesan los quehaceres y las quimeras, haciendo balance de todas mi corta temporada estival me siento más triunfador que fracasado. Me doy por satisfecho a excepción de herir torpemente a un animal que a día de hoy mantengo que hubiera preferido haber fallado. Tendría el congelador vacío pero hubiera evitado su injusto sufrimiento y tener que volarle los sesos mientras me miraba directamente a los ojos.
Pero el juego es así de cruel precisamente porque no es un juego, es mucho más incluso que la muerte, es la vida misma y real, allí en mi sierra donde impera la ley del monte la única verdadera que conozco.
He conseguido colocarme casi siempre en las querencias de un inmenso cebadero de 400-500 hectáreas dispersas a su vez en 1500 de coto donde no hay atrayentes, golosinas ni artificios. Templando los nervios, acometiendo con aplomo los lances haya disparado o no anticipándome algunas veces a los acontecimientos. Reconocido y dispuesto a enmendar mis errores de gatillo, el equipo y camuflaje aunque mejorables son casi perfectos. Mi control de la situación ubicando a mis presas y moviéndome casi siempre a mi antojo, algunos dijeron que no podría, también que no llevara el rifle cuando use el arco. A todos ellos gracias por sus consejos.
He disfrutado con mi hijo que avanza a pasos de gigante con mi escopeta y con su arco y a la mínima oportunidad pondrá al descubierto la noble madera de la que está hecho. Mis perros siguen dando la talla, buscado y mordido caza que es como seguirán siendo nobles y haciéndose buenos en lo suyo. Me queda el reto venidero de intentar un gran cochino que será más propicio con la rotación parcelaria de la próxima cosecha. Por aquello de andar las charcas más ocultas y cercanas a sus querencias y estar yo más curtido.
Por supuesto con la venia de su majestad la luna que ya no me descubre y el beneplácito de dios del aire que espero pronto me desvele su misteriosa conjura para conmigo.
Hay quién dice y razón no le falta que soy un inadaptado a convivir en un coto donde los “matachines” hacen de las suyas, que debería estar ya acostumbrado. Con mi habitual talante quevediano de tocapelotas le contestaré con otra de mis preguntas sin respuesta:
¿Acaso tengo yo la culpa de haber nacido 10.000 años después de mi tiempo?