Na´más verlo, aun sin ser uno versao en la materia, da el Gadafi hechuras propias de valer pa´mucho y entender de to´bastante; sobre manera de aquello que se avíe con las manos no sin antes haber discurrido con la testa el mejor modo de apañarlo.
Allá en su pueblo, de chico, viéndole trajinar en lo que anduviera, los psicólogos del celtas en el labio le auguraban porvenires con sentencias salomónicas exhumadas desde el poyo la bodega… “nooo, si tú muchacho, de enseguir asín, no has de ser de los tontos, no”.
Anda ahora estrenando los cincuenta; ni fortachón ni corpulento, le hace buena ley al dicho…hombre flaco y no de hambre, líbrate de que te atrape. Y como tiene voluntad, fibra y redaños, muy malo ha de verse para que un orto de festivo le pille en el encame; que siempre hay tarea que arrimar a su buena disposición y de la que obtener alguna renta.
Porque lo suyo, desde mozo, siempre fue el mantener lo que funciona; hacer que todo marche con orden y en concierto y que, lo que no, vuelva a las andadas de lo suyo entre sus manos sin exceso de gasto en recambio y novedades.… Y a eso se dedica por diario; ya sea la caldera o la piscina, ya la sauna, un grifo o la mampara, ya el césped o la luz de la cocina; el tejao, las bajantes, una freidora, el mostrador, los inodoros, la chimenea del salón, una antena parabólica o el sagrario en la capilla. To´lo apaña, lo repara, lo revive y hasta le da lustre y consistencia.
No conforme -ni en pecunio ni en honores- con el ocupar diario por cuenta ajena, añade a éste otros quehaceres y mandaos por voluntad propia. Y si los señoritos, en su derroche de adosado, desechan una cortadora aliquebrá y chatarrosa, enseguida el Gadafi, que no es de los que valora los enseres y a las gentes según el aspecto de por fuera, la adopta como suya en la basura y la receta un remiendo por adentro para seguir sirviéndose con ella muchos años en tareas más autónomas. Porque, por su cuenta y de extra, alinea arizónicas con ornamento, siega hierba a contrahilo como si del bernabéu se tratase, tala pinos, quita hojas, alicata pérgolas, sierra leña, poda hiedra, desparrama el mantillo y oliva los parterres en las casonas de los ricos.
Y entre lo uno y lo otro, va aliñando la buchaca para mantener a la familia, darles casa, estudios, vacaciones, ropa de domingo y algún que otro capricho temporero y, por demás, cartuchos de sexta reforzados y el mejor pienso pa´los bracos; porque, eso sí, el Gadafi, como no podía ser de otro modo, en otoño también caza.
Vena, sólo a la menor, en los pagos de su pueblo… “a mi, un tiro de mil euros no me renta el sacrificio de ganarlos; eso de los bichos grandes es comida cara pa estudiantes”.
Pero para mi, que yerra en la sentencia, porque la caza que él caza tras sus perros en las llanuras de su tierra no es chica en absoluto; que se trata de la reina de todas las aves mesetarias, la del pico en rubí y las patas coloradas, la dueña de barbechos y bacillos, de besanas abismales, de oteros ahilados y rastrojos interminables. La pájara prieta y salvaje de raudo vuelo que apeona inagotable mientras la cuadrilla exigua y esforzada, con los canes ateridos, entre humeantes vaharadas, asoma la silueta de la mano con la helada.
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Principió todo por La Virgen, cuando la calima y los calores. Tiempo de esfuerzo, mucho sueño y madrugones. Al inició fue sólo un pinchazo, allí donde la cadera se junta con el culo; allá por los adentros. De primeras, no le hizo mucho caso el Gadafi; los apuros del verano no permiten distracciones, torceduras, escozores ni pamplinas. Pero traspuso el verano por septiembre y aquello no menguaba. El malaje se le iba extendiendo por el lomo hasta la pierna; ya cojeaba sin reparo. Lo peor, las fuerzas en descenso, la vendimia en apogeo y una temporada a las puertas que se antojaba halagüeña. Hubo bonanza pa´la cría y andaban los bandos densos y apretaos como ningún año. Y no le quedó otra al pobre hombre; se metió en galenos el Gadafi porque aquello acuciaba y no iba a menos.
Fue el domingo de los Santos. Nos juntamos otro año exultantes en el caño el primer día. Pero a él se le oteaba cabizbajo y alicorto, amurriao, ensombrecido, sin su gracejo cotidiano; con los dos bracos imponentes a las corvas, la beretta bajo el brazo y la merienda con la bota en la trasera del chaleco… “me dejáis la corta porque no sé si hoy llego a Pelarteros. Si no puedo, me vuelvo, de mi no preocuparos, vosotros a lo vuestro”.
No le vi hasta las cuatro, sentado a la solana en la era, a la puerta la bodega de su casa. Hacía tiempo había echado el bocadillo; allí, solo, mirando los oteros, acariciando las orejas de la braca…
“Cómo ha ido compañero… Yo me volví pronto, casi en El Egido, imposible con la pierna hacer nada”. La canana del chaleco impoluta, llena, brillaban los culotes, colgando en la ventana.
“Entre todos, veintitantas …”, le susurré sin alardeos, con modestia, arrepentido, encogío y pechiprieto. No me contestó nada y siguió mirando en lontananza, el cabezote de la perra en los regazos y la mente ensimismada.
Y ya no se arrimó más a la cuadrilla en todo el año. Algún día, sólo alguno, los menos; al volvernos en abarco de una larga por los oteros zamoranos, al mirar en lejanía la hechura de la mano, amagaban a lo lejos los dos bracos entre los tamujos del regato en algún recorte a los conejos. Y, con ellos, la silueta solitaria de el Gadafi en lo alto del reguero, quieto, a medio encare, en efigie triste de alicaído conejero. Porque de siempre me lo dijo Santos, el Chato de Barajas…, “Joselín, majo, táate parao onde los perros trasteen, que la caza del conejo la inventó un cojo…”
Ya de último, le contó serio a el Tarugo en la cantina, en una noche de diciembre, en mitad las Navidades …; que hasta Madrid se había ido a las pruebas de la mutua; harto, aburrido, temeroso, en desánimo constante, incluso con enfado. Y que no daban con ello en ningún lado.
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Hasta el otro día, el del cierre, el último del año. La helada se tornaba cojonuda. A las nueve, el orujo exudaba hálitos brumosos de los labios en el caño. Los perros tiritaban ateridos barruntando desafíos. Los hierros de las armas, intangibles, congelados. Y a todo esto, el ábrego en los llanos saludando a la mano.
Desplegamos Los Quiñones a lo ancho. Exigía el asunto piernas de arrebato. De primero se arrancaban largas las malditas entre escarchas, a cruzar para los bajos; en ello les iba la vida…, y a nosotros.
Nos juntamos al bocadillo en el pinar de la Paulina, al abrigo del poniente, hermanados. Le vi venirse desde lejos, presto, cerraba el abarco por lo más arduo, por lo largo. Enseguida estuvo entre todos. Tres cabezas pardas de corales irisados pendían danzarinas de su percha en el costado; desplegaban las plumas de los pechos brillos sinuosos al solano mortecino. Los dos bracos a los talones de sus botas embarradas y la beretta, con el caño hacia la tierra, del sobaco.
Saco la bota raudo por la trasera del chaleco; desenroscó el pitorro, la elevó hasta los cielos, me buscó y, mirándome a los ojos, rezó por to´lo alto…
“Por vosotros compañeros, por todos, por lo nuestro y por muchos años…”
Andrés, el Gadafi, es hermano mayor de la mujer mía y, por lo tanto, como mi hermano. Me alegro mucho amigo mío, camarada, porque nos has tenido preocupados.