Ese año en la finca, por bajo del tinao de las cabras, en un rellano rodeado de encinas, esparcimos unos cuantos sacos de trigo por ver si acudía alguna tortolilla y por ayudar a las perdices en la crianza de sus pollos.
Tórtolas acudieron pocas pero las perdices si se beneficiaron del grano que repartíamos regularmente.
Lo que si se empezó a notar fue la presencia de un cochino que marcaba en la tierra una huella grande y redonda. Acudía solo. Por aquel entonces no era frecuente ver jabalíes en la finca y que este animal hubiera hecho acto de presencia en aquel comedero improvisado nos llenó de ilusión a mi compadre Antonio D, y a mi, que por esas fechas tenía un incipiente vicio de aguardos acrecentado, más si cabe, por la escasez de cochinos en la zona.
Le hicimos varias esperas sin resultado positivo. Se sucedieron las sentadas unas tras otras y los mosquitos se cebaron con nosotros todo lo que quisieron y más. Se aproximaba la media veda y la víspera de la apertura decidimos irnos a dormir a la casa de la finca para recibir el alba en el campo.
Esa noche del viernes, antes de marchar al coto, después de cenar, nos pasamos por el bar de un amigo en la Plaza Mayor de Cáceres para echar un rato con él y tomar un par de copas para hacer tiempo pues nuestra intención era llegar de madrugada por ver si dábamos con el cochino y le podíamos hacer una entrada.
Debían ser las tres de la mañana cuando abrí con sigilo la puerta de la finca haciendo una mueca extraña parecida a la cara de un chino comiéndose un limón. El comedero estaba lejos pero los ruidos en la noche resuenan como truenos a larga distancia.
Enfilamos el camino que conduce al cobertizo de las cabras, ausentes ellas, por estar en sus agostaderos, y mucho antes de llegar dejamos el coche debajo de una encina sacando las armas con un cuidado tremendo para evitar portazos y demás sonidos metálicos extraños en la madrugada.
Comenzamos a andar y paso a paso nos fuimos arrimando al cebadero buscando las paredes del corral para evitar ser vistos por el jabalí, si estaba, pues la luna de agosto alumbraba el campo sobremanera. Al llegar, uno tras otro, nos fuimos asomando por una esquina de el empalizado y pudimos ver en medio del rellano un bulto negro de mucho porte que nos hizo abrir los ojos como un búho mirando una rata. Allí estaba el jabalí!!!
Y ahora qué? Sobre la marcha decidimos que yo le entraría mientras Antonio se quedaría esperando tras la pared. El aire estaba en la frente, en ese aspecto perfecto, pero no había matas ni encinas entre el cochino y yo para ocultarme. Me vestí de valiente y decidí entrarle así, a cuerpo, acercándome a él despacio, en línea recta, para que sólo pudiera ver un bulto que cada vez se hacía más grande.
Comencé a andar despacio, sin apoyar los talones y a cada paso le ganaba distancia al terreno y el jabalí cada vez más grande, cada vez más grande... Ya le sentía mascar grano y me extrañaba su absoluta tranquilidad. Apretaba el rifle con fuerza evitando brillos del cañón y me seguía arrimando. Algo me empezó a resultar raro, porque o aquel bicho era tonto o yo lo estaba haciendo demasiado bien. Me animé en demasía y seguía caminando, un paso más, un paso más, hasta que me metí a veinte metros del cochino y me dí cuenta de lo que pasaba...
No era un jabalí, era un verraco manso, grande como el solo, que me miró apático para volver a agachar la cabeza y seguir comiendo. La ira me invadió:
GUAAARROOO, HIJO DE LA GRAN P., ME CA. EN TU MADREEEEEE
Y le tiré una piedra...
Días después nos dijo el guarda de la finca de al lado que el verraco suyo llevaba unos meses escapándose de la porquera pero que siempre regresaba. Si me descuido, se lo hago chorizos... Qué cosas!!!