Normalmente para mediados de agosto siempre habia solido amanecer en el campo, agazapado tras algún arbolillo, con la vista perdida en el horizonte, esperando divisar esas primeras palomas torcaces. Pero este año se adelantó la apertura de la media veda un par de días, y llegado el quince de agosto, cambié el amanecer por el anochecer, la escopeta por el arco, y las palomas por los jabalíes.
Aún con el sol alto llegué a la sierra aquella calurosa tarde. Las detonaciones de las escopetas se escuchaban en lo alto de la cuerda, a varios cientos de metros de mi zona de caza. Sin prisa alguna y cargado con mi arco y mi mochila, recorrí la senda que me llevaba a las inmediaciones de la escalera que daba acceso al tree-stand.
El aire de levante refrescaba la tarde a la sombra de las ramas de los pinos, pero conforme el sol se iba escondiendo tras las cumbres, la brisa iba cesando, y el calor aumentaba. El puesto tenía buena pinta. Desde el mes de abril que cacé un gorrinete “enrevejío” aquí, los jabalíes habían tardado mucho en tomarlo, pero durante las últimas semanas, de las nueces y almendras que les dejaba en el tubo y bajo las piedras, solo encontraba las cáscaras, así que tocaba probar suerte.
Sabía que zorros, tejones, ardillas y alguno más eran comensales habituales del banquete, pero los navajazos en el pequeño tronco de un pino cercano eran la evidencia de que el jabalí también pasaba por allí de vez en cuando a dar bocado.
La tarde caía tranquilamente en la pinada, cuando apareció en plaza, sin preaviso alguno, maese raposo. Un animal joven, pero de buen tamaño, el cual sin mucho titubeo se fue directo a la boca del tubo y comenzó su cena a base de frutos secos. Su manejo dejaba ver que no era la primera vez que llenaba su estómago allí.
Descolgué el arco, pero no para ejecutar el lance. Llevaba montada una flecha de buen peso para el jabalí, así que decidí cambiarla por una mucho más liviana que solía llevar en el carcaj para ocasiones como la presente, sin culatín luminoso y con punta mecánica. Muy despacito hice toda la maniobra. Quité una flecha, la dejé en el carcaj, y monté la otra. Corregí la báscula del visor y todo estaba listo para desdicha del zorrete, que seguía ajeno a mi presencia.
Había hecho lo más difícil, y tan franco veía al cánido que cuando ejecuté el lance me descuidé y la polea de mi arco rozó mi rodilla, quedando la flecha algo trasera. El zorro pegó un brinco y un gruñido, y con el tubo de carbono colgando de su cuerpo huyó barranco abajo por la espesura. Tomé nota de mi error, y de nuevo dejé el equipo listo para continuar el aguardo.
La luz se apagaba, y en el enmarañado bosque los minutos previos al ocaso eran un continúo murmullo de sonidos provocados por los que buscaban su lugar de descanso, hasta que llegó la noche, calmó la brisa levantina, y se hizo el completo silencio.
La suave temperatura, la ausencia de aire y la total oscuridad, conformaban el escenario perfecto, y solo quedaba esperar a que alguna pequeña ramita se quebrase frente a mí, en lo más espeso, por donde se suponía que tenían la entrada los de la vista baja. Apenas habían terminado de sonar las once campanadas en la lejanía del pueblo, cuando fue el chasquido de una pequeña piedra a mi espalda el que me puso en alerta. Afiné el oído y unos segundos más tarde, por la zona más limpia, la que yo solía usar para llegar al puesto, percibí un nuevo rumor. No sabía de que animal podría tratarse, pues esa entrada me resultaba extraña. Dejé de escucharlo unos minutos, y cuando lo volví a sentir, el animal estaba frente a mí, tapado entre los arbustos a varios metros de la plaza. Su inmovilidad me hacía presagiar que era un jabalí, pero hasta que no empezó a rodear el cebadero por la zona más espesa del barranco no pude confirmarlo. -Solo un astuto jabalí tomaría tantas precauciones-.
El jabalí era fino en su deambular, tanto, que perdía su ubicación entre las sombras y el silencio. Dos ligeros soplidos a mi espalda lo delataron de nuevo. Me había rodeado completamente, primero por la zona de pequeños pinos que bordeaban el barranco a mi derecha, y luego por la umbría de mi izquierda.
Tanta mesura me hacía pensar que podría tratarse del gran macho que dejaba sus marcas en el dañado pino, y eso aún hacía que mis pulsaciones se acelerasen más.
El jabalí volvió sobre sus pasos, por la zona tapada, hasta llegar de nuevo a mi frente, cerca de donde estaba la comida. Pensé que una vez había tomado su vuelta de precaución se confiaría un poco y saldría a por su banquete más confiado. Pero no fue así, se detuvo a unos tres metros del tubo, y allí, como si de una estatua de piedra se tratase, permaneció inmóvil unos instantes que se me hicieron eternos.
Apenas podía distinguir el oscuro bulto bajo las sombras, hasta que el gorrino dio un pequeño paso al tiempo que bajó su jeta buscando las almendras más alejadas del tubo de pvc. Poco a poco empezó a comerlas, sin prisa ninguna, y haciendo pequeñas pausas entre una y otra.
Le dí un fugaz toque de luz, pero seguía de cara a mí, tal cual había entrado. No reaccionó al destello, y lo volví a repetir unos segundos más tarde con el mismo resultado.
Su posición seguía siendo inadecuada para ejecutar el lance, y yo empezaba a impacientarme. El jabalí no terminaba de estar tranquilo y por experiencias pasadas, sabía que de un momento a otro, igual que había venido se podía marchar.
En esas el silencio se truncó por una algarabía de bichos en la parte honda del barranco, tal vez tejones o quizá zorros, el caso es que el gorrino se alertó y se dejó la comida, revolviendóse hacia la dirección de los quejidos. Intenté aprovechar ese momento para hacer volar mi flecha, pero al dar la luz solo veía sus cuartos traseros, que a lentos pasos se perdían en la penumbra.
Mis temores se cumplían y mi oportunidad se esfumaba sin poder remediarlo. Dejé de ver al jabalí, pero también de oír los gruñidos del barranco. Maldije mi mala suerte. La situación me creaba dudas, y no tenía claro si el jabalí podría volver a dejarse ver. Pasaron unos minutos de total desconcierto. Los mínimos ruidos que hacía al moverse en la tupida ladera, no sabía si eran acercándose al cebo o alejándose del mismo. Yo seguía en alerta máxima y expectante, con el arco en las manos. Hasta que el animal volvió por mi espalda, y rodeando el cebo tal cual hizo en su llegada, se fue a parar en el mismo sitio que al principio, a varios metros del tubo.
Tenía claro que ya no entraría a comer, así que dí un destello de luz. Esta vez si lo tenía lateral a mí; sin demora abrí el arco y metí la cara en su cuerda preparando el inminente lance . Cuando iluminé para tirar ya se había movido un par de metros hacia fuera y solo veía sus patas, así que me fui reclinando sobre mis rodillas al tiempo que giraba el arco intentando buscarle la zona vital. Era un tiro incómodo y arriesgado, pero había decidido jugármelo todo a una carta y confiaba plenamente en mi equipo. Cuando el verde pin cubría su zona vital toqué el disparador.
Impactar la flecha en el peludo cuerpo y derrumbarse sobre sí mismo fue todo uno. El animal cayó sobre su sombra, y comenzó a patalear. Me quedé atónito durante un segundo por lo sucedido. Enseguida reaccioné y coloqué una segunda flecha con alguna que otra dificultad. Dí la luz buscándolo, pero allí solo había una nube del polvo. Aunque estaba a escasos metros no lograba verlo. Bufaba y se retorcía al tiempo que arrollaba todo a su paso. Pensé que le había partido la columna pero tampoco estaba seguro. Yo era adrenalina pura, y por un instante pensé en bajar del pino e intentar rematarlo, pero sabía que si lo hacía estaba vendido y con todo a mi contra, así que desistí de esa idea, y me quedé esperando.
Con más pena que gloria el jabalí se alejó barranco abajo, hasta que dejé de oirlo completamente. Habían pasado unos veinticinco minutos cuando bajé del pino. Me acerqué a la zona del impacto y encontré media flecha y un pequeño restregón de sangre nada más.
Anduve cuatro o cinco pasos barranco abajo buscando más sangre, cuando sentí las ramas partirse en la parte honda. Sin duda era el jabalí. Así que recogí y me fui a casa, con pesar, pero sabiendo que era lo más sensato.
Tras la eterna noche en vela volví al lugar con mi padre, mi amigo Fran y mi perrita fox terrier. Nada más llegar a plaza Nina salió barranco abajo con fuerza pidiendo trailla. La perra iba tan caliente que no tuve tiempo de ver sangre alguna. Mi compañero Fran iba pegado a mí con el arma de fuego, prevenido de la posible situación. Llegamos a la parte honda del barranco y la perra se paró en el reguero del mismo. Giró su cabeza hacia un lado y hacia otro sin moverse del sitio, hasta que mirando hacia la carrasca que rodeaba el tronco de un pino hizo una muestra firme.... allí estaba!!
El maltrecho jabalí se levantó sobre sus patas delanteras al tiempo que nos amenazaba “tocando las castañuelas”. Intentó atacar a la perra, pero cayó rodando por el desnivel, y anduvo unos pocos metros más, hasta que mis acompañantes lo remataron a cuchillo. Un digno final para tan duro animal.
No era el viejo macho que yo esperaba, sino un animal de un par de años, buenas hechuras, gran tren delantero y peludo cuerpo para estar en agosto, con dos centímetros de navaja asomando. Su recelo la noche anterior me engañó, pero a estas alturas, y tras el bonito pisteo y cobro poco me importaba a mí si era más o menos gorrino. Me había hecho disfrutar de un aguardo tan intenso como hacía tiempo que no disfrutaba, y eso era lo que realmente valía.
Felicitaba a mi perrita por su buen trabajo y comentaba el lance con mi padre y mi amigo cuando algo llamó mi atención entre la hierba del suelo. Era el color naranja fluor de las plumas de una flecha... tardé en reaccionar : el zorro!! Con la emoción ni me acordaba del raposo, que allí había dejado la flecha rodeada de sangre. Seguí el rastro un par de metros y allí estaba también. Casualidades de la caza, gorrino y zorro terminaron su vida a escasos metros uno del otro. Broche final para una espera memorable.